Bajaba las escaleras. Tenía la lámpara en la mano. ¡Qué frío! Frío que se colaba a través de los gruesos muros. Frío que me recordaba que debería haberme puesto algo más que la bata. Deberían haber instalado la calefacción de forma que también llegase al piso de abajo. ¡Pero no! Y yo seguía bajando hacia el salón. Me habían pedido que apagase las luces que adornaban los cuadros colgados en el salón. Cuadros que reflejaban los rostros de las distintas personas que habían dormido bajo este techo en el pasado. Inscripciones bajo los cuadros.
“Conde-duque Rodolfo II, 1745-
¡Qué frío hacía aquí abajo! Pero era soportable si se pensaba en el salario que pagaban por minucias como aquellas a una criada como yo. Total, mantener limpia y ordenada una mansión no es tan difícil si solo viven tres personas en ella. Cuatro, si pensamos en mí. ¡Ay, “Vagabundo Pérez Osúa, 1836-
Había ocho cuadros en ese lugar. Algunos me recordaban al señorito. Otros me recordaban a la señorita. Otros, al hijo. Uno de ellos, curiosamente, me recordaba al criado que tenían antes de llegar yo. Y otros, simplemente, no se parecían a nadie que yo conociese. Excepto el de la niña, todos eran personas adultas que vivieron entre los siglos XV y XIX. Ella parecía tener cuatro años. Efectivamente, la inscripción rezaba “Lucía “
Cogí de nuevo la lámpara y me dispuse a volver arriba. Hacia la calefacción instalada en mi habitación. Gozaba sólo de pensar en el cambio de temperatura. Pero me detuve en lo alto de las escaleras. Giré la cabeza y miré hacia la oscuridad del salón. Me dio por filosofar. En ese mismo lugar, cuando bajaba, los ojos de los ocho cuadros me habían devuelto la mirada. Esas ocho personas habían existido. Se habían paseado por aquella casa en el pasado. Hay culturas que creen que los muertos viven en las fotografías y los cuadros. Rodolfo II, Luís Balsaña, Pérez Osúa, Lucía… ¡Qué solos debían de sentirse ahí delante, sumidos en la oscuridad!
Mi habitación estaba situada unos pisos más arriba. El pasillo por el que debía pasar hasta llegar a las escaleras siguientes era muy estrecho. Pero no por ello mi luz se distribuía mejor. Mas bien lo contrario. Si una persona estuviese caminando hacia mí no la hubiese visto hasta toparme de bruces con ella. Aunque tal vez se vería levemente su silueta. Una silueta bajita, tal vez un niño. Miré mejor… ¡Y Lucía estaba allí!
Grité mientras la lámpara se me resbalaba de las manos y quedaba envuelta en la oscuridad. El pánico se apoderó de mí durante el segundo en que oí voces y pasos acelerados y la luz del pasillo se encendió. Miré hacia el interruptor que encendía las luces del pasillo. La mano aún seguía apoyada sobre el interruptor. Y en la otra mano, el señor sostenía un candelabro. A su lado estaba la señora. Ambos me miraban incrédulos.
Imagínense la escena. Mi lámpara hecha trizas en el suelo y yo mordiéndome las uñas. Y sola, en mitad del pasillo. Lo preguntaron:
-¿Qué ha pasado aquí?
Y yo, comprendiéndome una estúpida, intenté calmarme y les conté que los nervios de ir a oscuras por la casa me habían jugado una mala pasada, que me había parecido ver al fantasma de Lucía “la niña”, el cuadro que tenían colgado en el salón. Cómo no, se echaron a reír. Era buena gente al fin y al cabo; otras personas me habrían rebajado el sueldo por ser una inútil asustadiza.
-Pero, ¿de qué cuadro hablas? No tenemos ningún cuadro que…
¿No? ¡Pero si yo lo había visto! ¡Acababa de apagar su luz! ¡Sí, era el cuadro que estaba al lado del general Luís Balsaña!
-Que no, que no, que al lado del cuadro del general Luís Balsaña sólo tenemos un marco vacío.
Bueno, parece ser que no sólo me había imaginado a Lucía en mitad del pasillo, sino que también me había imaginado su cuadro. Entonces llegó el niño de la familia, como si se acabara de despertar.
-Papi, mami, que dice Sofía que no se puede dormir.
¿Sofía? ¿Y ahora quién diantres era Sofía? Miré hacia la personita que estaba al lado del niño… ¡Y Lucía volvía a estar allí!
Y grité para que me oyesen. Y me tiraba de los pelos. Y no me entendían. ¿Qué había que entender? ¡Que Sofía era Lucía y Lucía se hacía pasar por Sofía! ¡Que no había tal Sofía y que sí había un lienzo en el salón cuyo título era Lucía! ¡Que, o yo estaba loca, o ellos estaban locos, o la casa estaba loca! Y ellos insistieron: Sofía era una sobrina que había venido a dormir esa noche a la mansión.
Al final acabaron convenciéndome. Y yo también terminé convenciéndome. La casa no estaba loca. Esta familia no estaba loca. Aquí la única loca era yo. Lo que había cenado esa noche me debía haber sentado mal.
Se empezaron a ir los cuatro, comentando por lo bajo mi locura. Sofía me miraba extrañada mientras se iba. Yo traté de parecer calmada pero por dentro seguía afirmándome y desmintiéndome progresivamente lo que de verdad había ocurrido. Y mientras se iban escuché el comentario del niño sobre un póster que había colgado en un marco del salón.
FJ García, 2005
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